René Favaloro: a 20 años de su muerte
“El desastre social de Latinoamérica está en todos lados. A mí me duele porque hay una clase que lo tiene todo y el resto ahí abajo, desprotegidos”, aseguraba en su prédica contra la desigualdad y la violencia.
Nació en 1923 en la ciudad de La Plata y a los cuatro años ya manifestaba sus ganas de “ser doctor” y de trabajar en el campo de la salud. Según solían comentar en su círculo familiar, las ganas de ser médico las heredó de su tío que desarrollaba esta profesión y a veces lo invitaba a pasear por su consultorio. Para el pequeño René, que cursó la primera en una escuelita de su barrio “El Mondongo”, significaba toda una aventura. Casi como rutina, luego de hacer los deberes, se iba al taller de carpintería de su padre y allí transcurrían buena parte de sus tardes, entre muebles y maderas refinadas, con olor a aserrín y ruido a serrucho. Su mamá era modista y, desde un principio, en su casa se respiró la cultura del trabajo.
La secundaria la hizo en el prestigioso Nacional de La Plata, y recibió la enseñanza de docentes de renombre como Ezequiel Martínez Estrada y Pedro Henríquez Ureña. Cuando finalizó sus estudios secundarios, ingresó en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de La Plata. En 3º año tuvo su primer contacto con los pacientes del Hospital Policlínico, el centro médico en el que realizaba sus prácticas y que recibía a los casos más complejos de Buenos Aires. Nunca consiguió despegarse de su enorme vocación de servicio: a la mañana iba como parte de la currícula con compañeros y docentes, pero a la tarde volvía a la institución para seguir de cerca la evolución de sus pacientes, porque aunque era muy jovencito ya eran “suyos” los pacientes. Vivía en el hospital, tanto que algunas veces permanecía allí durante varios días seguidos sin tomarse un respiro ni retornar a su hogar.
También concurría con avidez a participar de las operaciones que otros médicos de más trayectoria realizaban. Favaloro estaba levantando vuelo y, narra la historia, que allí –entre otros profesionales que le enseñaban cómo manejarse en el quirófano– surgirían las primeras ideas respecto de la cirugía cardiovascular en operaciones de corazón y vasos. En 1949 se graduó y al año siguiente recibió una carta inesperada. Era un tío de Jacinto Arauz, La Pampa, que solicitaba su presencia. El pueblo tenía 3500 habitantes que se dedicaban principalmente a las actividades rurales; necesitaba de un médico porque el histórico de la zona tenía cáncer de pulmón y su estado de salud era endeble. Enseguida se compenetró con las necesidades de la gente, supo que las enfermedades solo podían ser comprendidas a través de los ojos de quienes las padecían. Al poco tiempo llegó su hermano, que también era médico y con quién creó un centro asistencial. El desafío tenía varias aristas: había que cuidar la salud pero desde una perspectiva integral. Concebía que ningún abordaje de este tipo podría desmarcarse del contexto de miseria en el cual vivían las personas que se iban a atender a su consultorio. Con los Favaloro en el lugar, pronto, la mortalidad infantil se redujo, se organizaron planes para evitar la desnutrición y se puso en marcha el primer banco de sangre para donaciones. El trabajo de ambos fue tan bueno que su centro obtuvo prestigio zonal y regional. De todas partes iban a atenderse con ese “doctorcito que escuchaba a las personas”.
Por aquella época, Favaloro retornaba a La Plata para actualizar sus conocimientos y mantenerse al día con los saberes de la época. Se recibió de doctor y su tesis fue dedicada especialmente. En la segunda hoja detrás de la carátula dos líneas rezaban: “A mi abuela Cesárea, que me enseñó a ver la belleza hasta en una pobre rama seca”. Su espíritu inquieto no le permitía estar demasiado tiempo sin incorporar nuevos ideas por mucho tiempo. Por ello, tras 12 años de medicina rural, con un inglés flojo de papeles, viajó a Cleveland Clinic, un centro médico-académico en EEUU, pionero en cirugías. Las operaciones cardiovasculares estaban en auge y el joven argentino buscaba formar parte de la revolución.
Permaneció allí durante una década, se desempeñó como residente y luego como miembro activo del equipo de cirugía. Una idea le daba vueltas en la cabeza: quería realizar un verdadero aporte en las intervenciones coronarias. Revisaba una y otra vez las experiencias con diversos pacientes, hasta que en 1967 advirtió la posibilidad de emplear la vena safena en las cirugías de corazón. La técnica, que luego conquistaría popularidad como “bypass aortocoronario” constituyó el trabajo emblemático de su trayectoria, ya que transformó el paradigma relacionado a la enfermedad coronaria. Realizó, según se cuenta en los registros, más de 13 mil by pass.